16 La confabulación

Escrito el 25/12/2018


Quienes fuimos criados en este mundo influenciado por tradiciones de raíces babilónicas; quienes hemos oído y aprendido acerca de estas celebraciones durante toda nuestra vida, hemos llegado a aceptarlas como algo normal, y a venerarlas como algo sagrado. Jamás dudamos. Jamás nos detuvimos a investigar si estas costumbres tienen en efecto su origen en la Biblia, o si derivan de un culto de idolatría satánica. 

Hoy, nos asombramos al conocer la verdad... y desgraciadamente, habrá quienes podrán llegar a ofenderse ante una verdad simple y escueta. Pero, por increíble que parezca, estos son hechos reales refrendados por la historia y sobre todo por la misma Biblia.

Observamos y comprobamos cómo el verdadero origen de la Navidad y el Año Nuevo se encuentran en la antigua Babel. Están envueltos en una apostasía organizada que ha mantenido y mantiene engañados a los habitantes de la tierra desde hace milenios. 

Nuevamente: la fecha que Semiramis estableció para el nacimiento de su hijo Nimrod fue... ¡el 25 de diciembre! 

Otra vez: en Egipto, los seguidores de la religión Mitra siempre creyeron que el hijo de Isis (nombre que los egipcios daban a la reina del cielo) había nacido... ¡un 25 de diciembre! Los paganos, en todo el mundo conocido, idolatraban esta fecha siglos antes del nacimiento de Jesucristo. 

De nuevo: el año 168 a.C. vio el cumplimiento parcial de la profecía de Daniel. Antíoco Epífanes (el cuerno pequeño de Dn 8.9) sacrificó una puerca en el altar del templo de Dios en Jerusalén. 

Siglos más tarde, esta acción fue revelada por el propio Señor JESÚS como símbolo de la verdadera y final abominación desoladora que cometerá el anticristo en el lugar santísimo (Mt 24.15; 2Ts 2.3-4)

El día que Antíoco escogió para realizar su abominable acción fue... ¡el 25 de diciembre! ¿Qué día crees que el verdadero anti-cristo escogerá para cometer la suya?

Jesús, el verdadero Mesías, no nació ningún 25 de diciembre. Los apóstoles y los santos de la Iglesia Primitiva jamás celebraron el natalicio de Cristo en esa, ni en ninguna otra fecha. No existe registro bíblico directo que nos hable de la fecha del nacimiento del Señor Jesús. No existe ningún mandamiento directo o por vía de ejemplo que nos indique su celebración. 

Ya hemos visto que cuando Jesús nació, la Escritura registra que en aquella misma región, había pastores posando a campo abierto, guardando vigilias de la noche sobre sus rebaños (Lc 2.8). Esto jamás pudo haber acontecido en Judea durante los meses de diciembre y enero. Los pastores traían sus rebaños de los campos y los encerraban en los sucots a más tardar a mediados de octubre para protegerlos de la estación fría, lluviosa y nevada que se avecinaba. 

En la Biblia (Cnt 2.11; Esd 10.9, 13) es fácil comprobar que el invierno era época de lluvia y frío, de lo cual se infiere que era imposible que para tal fecha los pastores permanecieran de noche en el campo con sus rebaños. 

 

Una festividad mundana

En su manual de instrucciones, Dios nos advierte que, aunque nuestra intención sincera sea honrarle, Él no aceptará ningún tipo de ofrenda como no sea la que específicamente declara su Palabra (Dt 12.13-14).

De haber querido que guardáramos y celebráramos el cumpleaños de Jesucristo, seguramente Dios no habría omitido la más importante de las fechas. Esto debería llamar la atención del cristiano lector, pues la única mención de la Escritura relacionada con cumpleaños, es por demás significativa. Vemos que solo los pecadores como Faraón y Herodes celebraban con gran regocijo el día que habían nacido en este mundo (Gn 40.20 y Mt 14.6). A cambio de esto, para la Iglesia sólo existe el mandato bíblico de recordar (no celebrar) la muerte de su Salvador cada primer día de la semana (1Co 11.24-26 y Hch 20.7).

Con respecto al Año Nuevo, comenzó a festejarse el 1 de enero hace relativamente poco tiempo. Fue el papa Gregorio XIII quien lo dispuso en 1582 para todos los países católicos, al inaugurar el calendario en vigencia, que sustituyó al juliano.

Pero esta festividad no es de origen reciente. Según revelan inscripciones antiguas, ya existía en Babilonia en el tercer milenio antes de nuestra era. La fiesta, que tenía lugar a mediados de marzo, era importantísima. En ese momento, el dios Marduk decidía el destino del país para el año siguiente. La fiesta babilónica del año nuevo duraba once días, en los que se hacían sacrificios, procesiones y ritos de la fertilidad.

Durante algún tiempo, los romanos también consideraron que el año empezaba en marzo, hasta que, en el 46 antes de la era cristiana, el emperador Julio César decretó que diera comienzo el 1 de enero, un día ya dedicado a Jano (el dios de los inicios) y que a partir de entonces también sería el primer día del calendario romano. Aunque cambió la fecha, se mantuvo el ambiente carnavalesco. 

Jano (en latín Janus, Ianus) en la mitología romana, es el dios de las puertas, los comienzos y los finales. Por eso le fue consagrado el primer mes del año y se le invocaba públicamente el primer día de enero, mes que derivó de su nombre (que en español pasó del latín Ianuarius a Janeiro y Janero y de ahí derivó a Enero). Jano es representado con dos caras, mirando hacia ambos lados de su perfil y no tiene equivalente en la mitología griega. 

La celebración del Año Nuevo era una práctica pagana y, por esta razón, la Iglesia Cristiana institucional la condenó. Sin embargo, para facilitar la conversión de los paganos al Cristianismo, aceptó la celebración del 1 de enero, pero la convirtió en la Fiesta de la Circuncisión de Cristo.

Hacer propósitos de Año Nuevo es tan antiguo como la celebración misma. El más popular de los babilonios era devolver las herramientas agrícolas. Los antiguos romanos también hacían propósitos de año nuevo, el más popular era pedir el perdón de sus enemigos. Lamentablemente, hoy también en esto, los cristianos siguen esta práctica pagana sin saberlo.

 

Un mes satánico

Así como Dios señaló en su programa de solemnidades a Abib como el primero de los meses del año (Ex 12.2), Satanás, su adversario, su impostor y simulador, también ha deseado siempre tener su mes.

¡Y en verdad lo tiene! Diciembre, sin lugar a dudas, es el mes de Satanás. Durante ese extraño mes, mezcla de comedia y tragedia, Satanás ordena la celebración de sus engañosas fiestas de la Navidad y Año Nuevo con jolgorio y comidas en todo el planeta. Hasta en el lejano Oriente, en la milenaria China, al igual que los occidentales, sus habitantes celebran su nuevo año con grandes banquetes. Luego de las comilonas, los chinos pasean con júbilo a su dragón. ¿Alguna reminiscencia con Ap 12.3, 9

Para este año, a la sola orden de la Gran Ramera, millones de seres humanos, sin tener una clara conciencia de qué o por qué están haciendo lo que hacen, se sentarán a comer en la mesa de los demonios.¿Cuál será el número de cristianos que estarán compartiendo esa mesa? ¿Estará allí algún miembro de la Novia, virgen y pura? ¿Estarás tú allí? 

La Biblia nos advierte solemnemente que todo el que come alimentos ofrecidos a ídolos, participa de la mesa y de la copa de los demonios e indefictiblemente adultera con ellos, provocando a celos maritales al Señor (1Co 10.14-22).

 

Una festividad comercial y lucrativa

Consideremos otro aspecto muy actual del asunto. ¿No es acaso la Navidad una fiesta comercial, auspiciada por la más descarnada publicidad sostenida por industrias y comercios de todo tipo? 

Los papá Noel, los árboles y arbolillos, de todo tipo; las guirnaldas, en sus miles de formas y colores; los aguinaldos, los pesebres, las decenas de miles de artículos para intercambiar regalos, y sobre todo, la más fabulosa variedad de comidas y bebidas, se conjugan con los poderoso recursos audiovisuales de comunicación masiva en un esfuerzo para invocar el espíritu de la Navidad.

Este enigmático espíritu, desciende año tras año con misteriosa precisión para mantener la farsa de un mundo independiente de Dios que, por unos días, pondrá en sus labios, no lavados con la sangre redentora, el Nombre santo, y por unos días pretenderá amar y confraternizar para luego seguir, presto, en pos de sus guerras y enemistades, blasfemias, adulterios, homicidios, mentiras, avaricias y codicias, crueldades, robos, asesinatos y secuestros, y toda obra detestable (Sal 50.16) que siguen los seguidores del príncipe del mundo. 

La gente crédula ha llegado a estar tan convencida por estas tradiciones, que se niega a reconocer la triste realidad que subyace en la satánica celebración de la Navidad; y porque así lo acepta, recibe año tras año ese misterioso espíritu navideño que, como Nimrod, revive y desciende y penetra en sus almas con extraña y renovada fuerza, no para honrar a Jesucristo... ¡sino para vender más y más mercancías y comidas y bebidas! 

 

Una festividad mentirosa

Además de la falsedad de su origen, de su fecha, y de su propósito, la Navidad es también una celebración mentirosa. Esto es verdad: la Navidad es una ocasión muy particular en que los padres mienten a sus hijos. Los engañan narrándole fábulas acerca de los papá Noel, los Santa Claus, los Reyes Magos o el Niño Jesús y las mentiras acerca del origen de sus regalos. 

Los padres generalmente castigan a sus hijos por decir mentiras, pero en estas fechas ellos mismos las propician y así, al llegar a la edad adulta, ¿nos extrañaremos si nuestros hijos han llegado a creer que Dios es un mito? 

Pero... después de todo, ¿por qué la Navidad no habría de estar envuelta en la mentira, si sus cimientos, más antiguos que Babilonia, fueron echados por el mismísimo padre de la mentira? (Jn 8.44). Por el contrario, la Palabra de Dios nos manda que habiendo desechado la mentira, cada uno hable verdad con su prójimo (Ef 4.25).

 

Una festividad injusta 

La antigua (pero siempre actual) herejía del catolicismo romano que defiende e impone la divinidad de la virgen María, su supuesta asunción al cielo, y su entronización como co-redentora del género humano, no es sino la continuación del plan satánico de adoración de la antigua reina del cielo babilónica, que el profeta Jeremías relaciona con el culto de adoración madre-hijo (44.17-19)

Como en antaño, ahora también Satanás sigue presentándose como ángel de luz, y continúa disfrazando a sus demonios como ministros de justicia. Éste, y todos los años por venir hasta la venida de nuestro glorioso Mesías, se derrocharán inútilmente millones de millones en una celebración sin propósito, mezcla de vanidad y tragedia, mientras el hambre, la desigualdad, la injusticia y la muerte seguirán reinando en el mundo bajo la autoridad de un príncipe que a sus presos nunca quiso abrir la cárcel (Is 14.17)

¿Qué es todo esto sino la continuación del infame sistema de esclavitud babilónico? Y la patética representación se muestra más trágica aún cuando vemos a un gran número de verdaderos creyentes que conforman la verdadera Iglesia de Dios, sin tener conciencia de ello, se inclinan ante la gran ramera Babilonia, la madre de las abominaciones de la tierra. 

Bueno será a tales hermanos tomar para sí la amonestación que dice: ¡Salid de ella pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados ni recibáis parte de sus plagas! (Ap 18.4).

Cuando el creyente participa al mismo tiempo de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios, está moviendo a celos al Señor; esto es, celos maritales. Para expresar la gravedad del asunto, la Palabra pone el ejemplo del adulterio dentro del matrimonio como tipo de un pecado más grande aún: el adulterio espiritual. En otras palabras y así de simple: quien come de la mesa de los demonios, adultera contra el Esposo.

Pablo escribió a la iglesia en Corinto acerca de las graves consecuencias que ya estaban experimentando sus miembros por acercarse sin discernimiento a la mesa del Señor. Nótese que la falta de conoci-miento en este aspecto no justificó las acciones ni impidió el juicio disciplinario del Señor, pues la advertencia del apóstol fue hecha con posterioridad a los efectos de debilidad, enfermedad y aun de muerte que se manifestaban entre los corintios (1Co 11.27-32).

Quizá a esta altura algún cristiano podría argumentar: “¡Exageraciones! Si estamos cometiendo un error tan grave y terrible... ¿por qué Dios no nos ha advertido antes? ¿Dónde están los resultados y efectos de desobediencia tal? No veo que esto esté afectando mi vida, ni la de mi Iglesia”. 

A tales razonamientos oponemos el siguiente razonamiento: Las consecuencias de este particular pecado son tan devastadoras para la Iglesia, que sólo pueden expresarse en superlativos.

En primer lugar, Dios ya nos advirtió. De manera clara y diáfana nos advirtió y nos sigue advirtiendo en su Palabra. Ningún ángel bajará del cielo para enfatizar el mandamiento. Lo que hace particularmente grave la situación es que Dios no hará nada más de aquéllo que ha dicho en su Palabra. El dilema entonces consiste en escoger a quién seremos fieles: si a la Palabra de Dios o a las tradiciones que nos impone el mundo. 

La trama del engaño ha sido urdida en forma tan artificiosa y sutil, y durante tanto tiempo; y el propósito del plan es tan efectivo, sus resultados tan obvios y están tan cerca de nosotros, que simplemente... ¡no alcanzamos a percibirlos! 

Quizá lo notaríamos si, de alguna forma, pudiéramos establecer una comparación entre lo que hoy (tristemente) llamamos Iglesia, con aquélla primitiva, sana y triunfante; unida en la verdad, llena del verdadero poder y amor que se nos muestra en la Escritura.

 

Falta de unión 

Porque para cualquiera es fácil comprobar (y esto lo afirmamos con toda certeza) la desunión y fragmentación que sufre la Iglesia de Cristo actualmente; de allí su falta de poder. Y a esta altura, tampoco podrá alguien justificarse apropiándose ilegítimamente (como si fuera un patrimonio de los santos) de la obra gloriosa y perfecta que el Espíritu Santo está haciendo por los que han de ser salvos mediante la predicación del Evangelio. La salvación de los hombres es una obra divina, y como tal, es perfecta y nada ni nadie la puede detener. Sin embargo, el galardón del creyente ha sido propuesto mediante un esfuerzo personal de sincera fidelidad que cada uno de los miembros de la Iglesia debe a su Salvador. 

Así, cualquiera que suponga que la actual vida y ejemplo de los creyentes da testimonio de la unión inefable del Padre y el Hijo, no percibe la triste realidad que padece la Iglesia. Nunca antes como en el presente, el cuerpo de Cristo ha exhibido un fraccionamiento tan grande por motivos tan pequeños y mezquinos; en torno a parcelas de opinión, de poder, y de dinero. 

Siendo como es, una la doctrina de la Biblia, sin embargo la Iglesia continúa en su deplorable camino, separándose y dividiéndose en diferentes grupúsculos de opinión y de poder. Y, por otra parte está unida; pero no en la verdad, sino en torno a las interminables y cada día nuevas herejías que conforman los tenebrosos pilares del ecumenismo. 

La vergüenza propia de quienes inventan, viven y practican este tipo de apostasía (no importan cuán antiguas o nuevas sean) justifican su posición con términos que, de alguna manera aparentan ser naturales, pero que de ninguna manera puede ocultar el hecho que dividen el cuerpo de Cristo. 

La paradójica pregunta: ¿y tú hermano, de qué denominación eres?, muestra hasta qué extremo la tiniebla oscurece nuestro entendimiento.

Términos tales como denominacionalismo (que por cierto no está en ningún diccionario y obviamente tampoco en la mente de Dios) son utilizados y aceptados normalmente por los creyentes con laxitud pasmosa. 

¿Se imagina Ud. a un miembro de la Iglesia en Jerusalén preguntando a uno de la Iglesia en Antioquía cuál era su denominación? ¿Podemos acaso pensar en algún cristiano que, momentos antes de ser comido por las fieras del Coliseo, preguntara a su compañero de momentáneo infortunio si es pentecostal o bautista? 

Y seguramente el cristiano lector podrá añadir a esta lista sus propios ejemplos y experiencias.

Es indudable que la Iglesia de Cristo ha fallado rotundamente en presentar el testimonio de unidad que el Salvador suplicó que tuviéramos (Jn 17.1-26). 

Hasta tal punto esto es así, que la Iglesia exhibe patéticamente su fragmentación en cada oportunidad del recordatorio de la Santa Cena, mediante esos diminutos (¡pero higiénicos!) receptáculos, que grotescamente tratan de reemplazar aquella única copa de bendición que nos une en el Nuevo Pacto de Cristo (Mr 14.23; 1Co 10.16)

 

Falta de poder

Alejada de la Palabra de Dios, la Iglesia de Cristo adolece de poder. Claro está, podemos encontrar hoy payasos y mercaderes de sensaciones que a causa de su parloteo dicen tener poder, pero su origen es engañoso y su efecto vano, pues procede del dios de este siglo, y su engaño se muestra toda vez que sus representaciones en poco o nada difiere de las manifestaciones paranormales orientales, cuyos designios impresionan al ojo pero dejan intacto el corazón.

La incapacidad, la falta de luz del creyente para entender algo tan sencillo como lo es la única y verdadera doctrina de la Escritura es extremadamente sospechosa. Las grandes y las más pequeñas doctrinas están expresadas con meridiana claridad en la Palabra de Dios. Sólo hay una forma de doctrina, y ésta fue dada una vez por todas a los santos (Jd 3)

¿Por qué entonces el cristiano falla en conformar su vida al patrón celestial? ¿Por qué la Iglesia no puede cumplir su constante declaración de hacer de la Palabra su única regla de vida, fe y conducta? 

El exceso de unos no justifica el escepticismo de otros, y viceversa, la desconfianza de éstos, no debería dar lugar al rechazo de aquéllos; y esto tiene menos justificación cuando vemos que cada uno de los grandes temas de la Biblia se explican claramente y sin ambajes. 

Si aceptamos que Dios nos dejó en su Palabra la instrucción suficiente para que la Iglesia pueda actuar como un sólo Cuerpo, y en efecto nos la dejó (Ef 4.4-6), entonces debemos aceptar que hay algo que anda muy mal en nosotros, los cristianos. Algo que nos impide ver la necesidad impuesta por la Palabra y por el Espíritu Santo, y esta falta de introspección tiene su origen en el tema que venimos tratando.

Hoy, la Iglesia es incapaz de presentar un frente unido en la verdad ante quienes persiguen y adversan el evangelio; pero sí acepta las más novedosas herejías, bajando la cabeza silenciosamente en señal de aprobación y conformidad, cooperando con quienes comercializan, ridiculizan y deforman el Evangelio.

Y por cuanto la Novia ha quitado sus ojos de la única luz que puede alumbrar en las tinieblas del mundo en el cual habita (2P 1.19), se ha debilitado y su capacidad de análisis es casi nulo. Y tan nulo es, que ni siquiera comprende cuál podría ser su poder y gloria en caso que, simplemente, se decidiera a obedecer la Palabra de su Esposo. 

Al igual que los muchos vasitos muestran la falta de unión en la Iglesia de hoy, el jugo de uva que se vierte en lugar del vino (símbolo del permanente poder y eficacia de la Sangre divina), expresa su debilidad. 

 

¿Por qué me llamáis: "Señor, Señor," y no hacéis lo que digo? 

Lc 6.46