Por tanto, amados míos, huid de la idolatría. Os hablo como a sabios, juzgad vosotros lo que digo: La copa de la bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Puesto que el pan es uno, los muchos somos un cuerpo; porque todos participamos del único pan.
Mirad a Israel según la carne. ¿No son partícipes del altar los que comen los sacrificios? ¿Qué digo, pues? ¿Que lo sacrificado a los ídolos es algo? ¿O que un ídolo es algo? Antes digo, que lo que sacrifican, a los demonios sacrifican y no a Dios, y no quiero que os hagáis partícipes con los demonios. No podéis beber la copa del Señor y la copa de los demonios, no podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios. ¿O provocamos a celos al Señor? ¿Acaso somos más fuertes que Él?
1Co 10.14-22
Luego de amonestar con lágrimas a los ancianos de la Iglesia de Éfeso, el apóstol Pablo pudo decir libremente que estaba limpio de la sangre de todos pues no se había retraído de anunciarles todo el propósito de Dios (Hch 20.26, 27,31). Y nosotros, habiendo entendido que al que sabe hacer lo bueno y no lo hace, le es pecado (Jac 4.17), ¿callaremos? ¿U obedeceremos al que dijo: Clama a voz en cuello, no te detengas; alza tu voz como trompeta, y anuncia a mi pueblo su rebelión? (Is 58.1).
Tenemos urgencia por gritar la verdad que el Espíritu Santo impone a sus hijos: abstenerse de los alimentos sacrificados a los ídolos.
El mandamiento se registra con inequívoca claridad en el libro de los Hechos, donde se afirma que el creyente hará bien si se guarda de ingerir alimentos ofrecidos por motivos de idolatría (15.20, 28-29).
Esta clase de desobediencia expone al hijo de Dios en la peligrosa posición de estar provocando a celos al Señor (1Co 10.22).
Pero, ¿sabe el cristiano hoy en día lo que realmente significa abstenerse de lo sacrificado a los ídolos? Los fracasos que experimentó el pueblo de Israel descritos en el Antiguo Pacto están registrados con el propósito de enseñar y exhortar al creyente.
Por medio de esos ejemplos, la Palabra de Dios se propone guiar a la Iglesia para que no caiga en las mismas contradicciones y en los mismos errores de los israelitas.
Si a esta altura, alguno pudiera argumentar que el creyente ostenta metas y propósitos distintos al israelita, se podría recordar que aunque el llamamiento es diferente, Dios es el de ambos pueblos. El Dios de la Biblia es judío (Jn 4.22), y la laxitud de este tipo de excusas entorpecen la ya difícil percepción de la acción satánica ejercida sobre el creyente.
Es evidente que el mismo Dios de Israel es el Dios de la Iglesia del Mesías. También está claro que lo sucedido a Israel fue escrito como advertencia y para nuestro provecho espiritual.
Tampoco podemos suponer que nuestra ignorancia en tal asunto podría librarnos. Las consecuencias de debilidad, enfermedad y muerte que sufrieron ciertos hermanos de Corinto, las experimentaron antes de las instrucciones del apóstol (1Co 11.20-34).
Anteriormente hemos visto cómo ciertos pecados cometidos por el pueblo de Israel, difícilmente podría ser compartido por cristianos de haber estado en aquel tiempo y lugar.
Hoy, parece cosa fácil suponer que cualquier creyente devoto hubiera intentando poner fin a aquellos abominables lugares altos de idolatría. Pero ¡cuidado! En el presente las tácticas de Satanás y sus demonios aliados han cambiado, y por lo engañosas, presentan un difícil frente de batalla.
Satanás ha sabido urdir en su complejo reino de tinieblas, un sistema de culto en el que él y sus demonios sean adorados hoy, y lamentablemente una gran parte de la verdadera Iglesia transita hoy en esos tenebrosos predios.
Es casi seguro que en este mismo momento el fiel creyente se en-cuentre asistiendo (sin estar consciente de ello) a unos lugares tan altos y tan abominables como en otro tiempo lo fueron las Aseras, hoy con diferente nombre pero con la misma esencia.
Es muy factible que muchos cristianos, por seguir las tradiciones del mundo, estén en realidad siguiendo mansa y calladamente a las moabitas al sacrificio de sus dioses... y a sus comidas.
Nunca podrá ser suficientemente enfatizado el hecho peculiar del nexo inseparable que estas festividades guardan con alimentos y bebidas.
Esta relación no es menos esencial en los ágapes cristianos. Aunque el apóstol enseña que un ídolo nada es en el mundo (1Co 8.4), sin embargo, más adelante (10.20-21), nos advierte solemnemente que lo que se ofrece en tales fiestas es sacrificado, no a los ídolos sino a los demonios. Y esto sí es importante. A diferencia de los ídolos, los demonios... ¡sí existen... y tienen una mesa!