A casi dos milenios de su concepción, el último libro de la Biblia se yergue como el más polémico e incomprendido. A pesar de ser una revelación (1.1) continúa sellado para la mayoría de sus lectores; siendo una bienaventuranza (1.3), no parece haber alcanzado aún la plenitud de su propósito; y sus pretendidas llaves de interpretación han sido, bien manipuladas con propósitos hostiles, o utilizadas con laxitud por manos devotas. 

Apocalipsis, como un juez silente y expectante del propio juicio que emana, ha observado (¿o soportado?) a través del tiempo, no solo la insana exégesis de adversarios, sino también la superficialidad, subjetividad y fantasía de sus amigos. Pero, como no es por voluntad humana que se conocen las cosas divinas, y aunque Apocalipsis se declare a sí mismo como una revelación, la secuela de fórmulas de interpretación tan distintas y conflictivas, hechas a través del tiempo por creyentes igualmente doctos y sinceros, arrojan dudas sobre cuál es el tiempo oportuno para tal revelación, mostrando que, de alguna manera, su interpretación está confrontada con elementos que trascienden al conocimiento humano. 

Por otra parte, cuando observamos unos pocos resultados de interpretación logrados al final de este sexto milenio bíblico, Apocalipsis nos permite percibir una revelación progresiva intrínseca a su texto, que depende de, y se manifiesta por, la madurez de los tiempos. Tal como el ángel le dice al apóstol: No selles las palabras de la profecía de este libro porque el tiempo está cerca (22.10). Y es verdad que el conocimiento del postrer Libro se ha visto acrecentado en este último tiempo, pues se puede observar cómo los cuasi obscuros enfoques con que los reformadores veían la profecía apocalíptica (que reconocieron no entenderla), se han visto progresivamente modificados hasta convergir en varias luminosas interpretaciones contemporáneas. Así estamos seguros de que en los albores de este séptimo milenio, en el tiempo previo al Advenimiento, la Revelación que Dios le dio a Jesucristo se mostrará para beneficio de sus destinatarios, claramente y sin ambages. Por ahora, nuestra tarea es explicarla a sus depositarios

El lenguaje apocalíptico es esencialmente distinto de aquel que utilizan los apóstoles en sus mensajes a la Iglesia. Sus extremos son en verdad impactantes cuando uno considera, por ejemplo, que el creyente ya ha alcanzado todo por la fe (1Co 3.21-23), mientras que, como podrá comprobar el lector perspicuo, ninguno de los miembros de las siete iglesias de Apocalipsis parece haber alcanzado aún bendición alguna. Allí, los pensamientos están investidos de marcados términos y conceptos judaicos. Allí, la idea de juicio es la forma escatológica dominante, y es evidente que su texto se ausenta de la doctrina de misericordia-gracia-fe para retomar el esquema vetero-testamentario de juicio-virtud-recompensa que es también notable en los Evangelios. El mensaje a las siete iglesias de Apocalipsis exhibe características de estilo que orientan hacia una salvación por méritos. Es la exhortación a un esfuerzo personal a fin de llegar a alcanzar las promesas. En Apocalipsis ninguna bendición es para el presente, mucho menos asegurada en el pasado; todas ellas son futuras, y su estilo expresivo propone una restauración aún por efectuarse, y esto mediante las virtudes y méritos de sus receptores. El arquetipo de esta puerta angosta se halla expresado en el Sermón del Monte, en donde toda bendición prometida está condicionada a las obras humanas (Mt 5.1-48). Contrapuesto a lo anterior, el creyente ha sido informado que, en la presente dispensación en la cual vive, la Gracia somete sus obras a la sola condición de... ¡la bendición divina! y que la excelsa posición que él tiene asegurada en Cristo, lo hace completo (Col 2.10); no puede ser condenado (Ro 8.1) y, digno de notar, nunca se lo exhorta a vencer sino a confiar en la consumada victoria de su Salvador (Jn 16.33). 

El uso del clásico discurso en primera persona, tan comúnmente utilizado en el AP: Así dice YHVH, retorna en el texto apocalíptico (Esto dice el Santo) como una de las más acentuadas diferencias en las características de estilo literario que predominan en el resto del NP. Podemos apreciar inicialmente cómo en los Evangelios el texto fluye en una narrativa histórica, no tanto cronológica de los hechos, sino presentando las palabras y las obras de un hombre singular: Jesús de Nazaret. Posteriormente, en los Hechos, el texto registra en forma de diario los acontecimientos de la iglesia primitiva; y finalmente, las Epístolas trasmiten dentro de un estilo nuevo que expresa cercanía e intimidad, las enseñanzas doctrinales dirigidas a un grupo de personas muy especiales, que han sido electas y santificadas por Dios para el nuevo y muy sublime propósito de ser coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la herencia del Mesías (Ef 3.6b). En las epístolas paulinas, el mensaje es anunciado por hombres enviados en y por el poder del Espíritu Santo, presentándose a sí mismos como colaboradores y administradores de la gracia de Dios (1Co 3.9; 4.1). En el mensaje a sus hermanos, se muestran integrados en la misma esencia del sufrimiento que el Mesías sufrió por Su Iglesia, todo expresado dentro de un estilo literario que muestra la unión indisoluble que tienen con sus destinatarios (2Co 11.28-29; Ga 4.19; Col 1.24). Contrastando con esta forma expresiva, el Apocalipsis muestra su rígido esquema eslabonado entre Dios/Jesucristo/ángel/esclavo (1.1), en donde el mensaje divino revelado a Jesucristo es expresamente intermediado por un ángel para que este a su vez lo declare, no al hermano o apóstol o al anciano, sino al esclavo Juan, el cual escribe la visión en forma neutra, reflejando el simple cumplimiento del mandato divino, pues aunque el autor refleja sus emociones (1.17; 5.4; 17.6), estas no se relacionan tanto con sus destinatarios como con los acontecimientos que describe.

Otra característica notable de Apocalipsis es su estilo literario. Cuando se lo compara con las Epístolas, resaltan expresiones y palabras que poco o nunca fueron utilizadas por el apóstol Pablo. Apocalipsis habla, por ejemplo, de un reino sacerdotal que Jesús hizo para su Padre (1.6a). Esto es, el Padre de Jesús, no de los sacerdotes; expresión conflictiva si se aplica al creyente (Jn 20.17). El texto apocalíptico atribuye nombres al Señor Jesús que resultan extraños al creyente, tales como el Hijo del Hombre o la Estrella de la mañana, y se utilizan símbolos desconocidos y no aclarados en la enseñanza doctrinal a los santos, como son la relación entre los ángeles y las iglesias en su misteriosa designación de estrellas y candeleros (Ap 1.20); y finalmente, en la denominación de judíos dada a los integrantes de las iglesias, las cuales reciben a su vez mención indirecta de sinagogas (Ap 2.9; 3.9). La consideración que la Iglesia de Cristo actúe como depositaria del Apocalipsis y que sus verdaderos destinatarios sean los hijos del Reino y el Pueblo Escogido (como iglesia profesante →Mt 13.1-52), puede arrojar luz en la interpretación del último libro. 

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