La voz pasiva, muy adversada en las versiones modernas, ¡existe y se usa en el texto hebreo y griego! ¡existe y se usa en castellano! y obviamente debe ser observada y aplicada estrictamente en las traducciones. Sin pretender hacer una defensa a ultranza de la voz pasiva (cuyo uso es más estilístico que el de la voz activa) creemos que la aversión a ella es antinatural, y en ese caso negativa literariamente, pero sobre todo perjudicial en pasajes doctrinales vitales. Pasando por alto los perjuicios que esta omisión causa al estilo literario (y esto no es cosa menuda, pues restar estilo es restar sentido), es imposible dejar de ver con preocupación el daño producido en la doctrina cuando, al omitir la pasiva, se diluye la acción invisible de un tercero. La pasiva, tan frecuente en los Evangelios y Epístolas exhibe una dimensión teológica importantísima. No es lo mismo que el pueblo judío se alegre o se vuelva a que sea alegrado o devuelto (Dt 27.7; 30.2). No es igual que Jesús se levante a que sea levantado (Mt 8.26; 9.19). No es lo mismo que Pablo esté seguro a que haya sido persuadido (Ro 8.38)... y así innumerables pasajes convenientemente señalados. Ejemplo del perjuicio causado por esta inobservancia lo constituye el hecho de que de las 12.800 voces pasivas registradas en el Texto Sagrado, bien sea por omisiones de transcripción (de los 9200 registros en la LXX, el TM solo transfirió 6000) o de traducción, solo un treinta por ciento (30 %) han sido debidamente vertidas al castellano. Así, en la mayoría de estos casos, el lector común dejará de apercibirse de las acciones del Dios invisible en más de ¡nueve mil oportunidades! 

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